dimarts, 3 de desembre del 2013
divendres, 8 de novembre del 2013
dijous, 7 de novembre del 2013
dimarts, 5 de novembre del 2013
divendres, 25 d’octubre del 2013
divendres, 11 d’octubre del 2013
diumenge, 16 de juny del 2013
Marçal Pineda, librero
En el año 1949, la Llibreria Catalònia, por entonces Casa del Libro, publicó un resumen del dietario de uno de sus empleados como celebración de los 25 años de su fundación. Se titulaba "Veinticinco años de librería (Apuntes de un dependiente)" y lo redactó Carles Soldevila, por entonces Carlos, dándole al texto una gracia e ingenio incomparables. Dejo aquí un apunte con su fecha correspondiente por si a alguien le apetece reflexionar sobre ello.
15
diciembre de 1925
Vendemos
mucho Blasco Ibáñez. La fama que ha adquirido en el extranjero está refluyendo
sobre su cotización en España. Los literatos y los académicos siguen mirándolo
con prevención, pero el público le acompaña en su «Vuelta al mundo de un
novelista».
¿Y
yo qué opino? En la tienda tengo siempre la opinión que conviene al cliente que
estoy despachando. Si el cliente me dice: «¡Qué bien escribe Fulanito de Tal!»,
me apresuro a asentir: «Divinamente. Sus descripciones rebosan vida y color,
sus diálogos son un derroche de ingenio, sus reflexiones son destellos de
luz». Si, por el contrario, al brindar una obra nueva advierto que el cliente
frunce el ceño y suelta una sentencia condenatoria que tengo por inapelable, no
me obstino, como algunos colegas, en imponerle mi propio gusto. Al contrario,
sonrío, y murmuro: «Ah, usted es de los que no se dejan cazar en la trampa...
Le felicito». Y corro a ofrecerle otra cosa, diciéndole: «Si no le gusta a
usted Fulanito de Tal, estoy seguro que aprecia el enorme talento de Menganito
de Cual, que es el reverso de la medalla... Aquí, nada de relumbrón, nada de
truco. Aquí, verdadero arte y verdadero sentimiento... Ya verá usted qué
novela...»
Un
dependiente de librería no es un profesor de literatura, pienso yo. Está para
servir al público, no para darle con la badila en los nudillos. Además, yo con
mi cara de niño bobo, mi juventud y mi autodidactismo no puedo aspirar a ejercer
una decisiva influencia sobre la clientela. Esto, si acaso vendrá con el tiempo,
vendrá con las primeras canas, con los primeros o los segundos desengaños,
con las insinuaciones del reuma, con las responsabilidades de una familia que
todavía no he pensado en fundar. Ahora procuro vender libros y basta.
El
editor I., con quién departí el otro día unos minutos sobre el tema, se indignó:
«No
lo enfoca usted bien —me dijo—. El librero que se limita a seguir la corriente,
sin esforzarse por elevar el gusto y educar el criterio del público, deserta
de su deber. ¡Vaya ideal para un hombre joven, pletórico de energías! ¡Seguir
la línea de mínima resistencia! ¡Vender lo que se vende solo y negarse a
favorecer la venta de lo excelente y de lo nuevo! Usted no es un profesor de
literatura: conforme. Pero si no siéndolo, posee usted unos adarmes de buen
gusto y de sentido crítico, ¿con qué derecho se niega usted a ponerlos al
servicio del país? Es como si yo, excusándome en que no soy médico, rehuyese el
prestar ayuda a una persona que en mitad de la calle ha sufrido un accidente,
o, porque no soy arquitecto, me encogiese de hombros bajo la viga carcomida que
amenaza desplomarse... No, no, amiguito, hay que luchar con las armas que Dios
ha puesto en nuestras manos, por modestas que sean... ¡No faltaba más! Si yo
aplicase a mi negoció su cómodo criterio, no editaría más que novelas verdes,
novelas rosas y novelas policíacas».
Y, naturalmente, acabó
recomendándome calurosamente la propaganda del último mamotreto que acaba de
publicar y que desde el punto de vista comercial es un hueso.
De todos modos, aunque
le inspire su interés personal, el hombre dice cosas atinadas que me obligan a
un examen de conciencia. ¿Vender o educar? Tal vez la solución sea un «educar
vendiendo», o un «vender educando », tan ponderado que el magister no perturbe
jamás al comerciante. Porque, en resumidas cuentas, lo cierto e indiscutible
es que a mí me dan un sueldo pura y simplemente para que venda libros.
Y aún queda en pie el problema capital que es
saber si yo reúno el mínimo de cualidades necesarias para guiar a esos señores
y esas señoras que frecuentan la librería. Podría ser que no: la vanidad no me
ciega. Yo, también, leo la «Vuelta al mundo de un novelista».
Un abrazo a todos.
diumenge, 9 de juny del 2013
Aragoneses constructores de monstruos
Durante el
tórrido verano de 1985, si es que en Vitoria un verano puede adjetivarse así,
fui al cine Azul a ver “Réquiem por un campesino español”. Debía de estar solo,
después de fiestas, cuando la ciudad quedaba desierta. A la salida del cine
subí hacia la calle Siervas y me detuve en la librería Mayner, rebusqué un poco
en mis bolsillos y me compré la novela de Ramón J. Sénder que tan poco había
inspirado la película. Creo que aquél fue el primer libro que compré por
impulso. Lo tengo aquí, es la edición de Destinolibro de diciembre de 1984 y, a
lápiz, indica que me costó doscientas cuarenta y cinco pesetas. Supongo que la
soledad hace que te gastes el dinero en frivolidades.
Muchas tardes
venía a la librería Catalònia, a última hora, un tipo de carácter hosco que solía
encargarnos libros referentes a su Aragón natal. Es un hombre muy mayor, que se
nos sentaba al lado, y se quedaba hasta la hora de cerrar escuchando nuestras
conversaciones. Cuando cogía confianza, se animaba a lanzar algún requiebro
inoportuno al personal femenino. No era desagradable, sólo inoportuno. A veces
Anna se sentaba a su lado y le daba un poco de charla. Un día le pregunté que
de qué lo conocía y me dijo que de nada, que de venir por allí, que había
escrito una biografía sobre Sénder. La busco y, efectivamente, en Páginas de
Espuma, autor, Jesús Vived. Hurgo un poco más y es el responsable de varias
obras de Sénder publicadas por el Instituto de Estudios Aragoneses.
Otro aragonés
que solía venir por la Catalónia era Javier Tomeo. También parecía tener
querencia por el personal femenino así que sólo hablaba conmigo cuando no había
nadie más. No se lo reprocho, yo tampoco hablaría conmigo. Se interesaba por
cómo iba su último libro, se daba una vuelta y se marchaba. Un día no tuvo más
remedio que preguntarme a mí, consulté los movimientos de su última novela y le
dije que me sabía mal, pero que aún no habíamos vendido ninguna. Se llevó una
doble desilusión, las pocas ventas y que una mujer le mintió un par de semanas
atrás. Hace dos o tres años dejó de venir y a veces nos acordábamos de él y nos
preguntábamos si estaría bien.
Leí “Amado
monstruo” cuando aún iba al instituto. No sé si recomendada por Pitxu o fruto
de un juego que hacíamos los dos y consistía en sacar libros de la biblioteca
al azar, con los ojos cerrados. Ahora Javier Tomeo ha vuelto con otra novela
estupenda, “Constructores de monstruos”, dicen que goyesca por el humor negro y
buñueliana por el surrealismo. Supongo que es correcto y así todo queda en casa.
A mí sus protagonistas me recuerdan a Trurl y Clapaucio, pero en el pasado. O
quizá sea al revés, y los de futuro sean los constructores de Tomeo. Me cuentan
los editores que ha estado pachucho pero que va saliendo adelante y, de paso,
sigue dejando muestras de genio. Es tan difícil encontrar libros por encima de
la media que estas ciento veinte páginas saben a poco.
Cuadrando fechas
doy con una vieja polémica que en su día me fue ajena. Leo en El País de agosto
de 1985 que Francesc Betriu quiso titular la película sólo como “Réquiem por un
campesino” ya que en catalán se titulaba “Rèquiem per un camperol”. El gobierno
español, por boca de Pilar Miró, amenazó a la productora con retirarle la
subvención si no le añadían la palabra “español” al título. Y así quedó. El
título original de la primera versión de la novela en México fue “Mosén
Millán”. Según parece, treinta años después de aquello, el gobierno aragonés
conserva intactos los espíritus de Goya y Buñuel a la hora de tomar decisiones
e inventarse idiomas a los que poner el nombre más imbécil posible.
Abro las
primeras páginas de mi vieja edición del “Réquiem”. Veo el precio. Es la
undécima edición en bolsillo. Y veo la dedicatoria que en su día escribió
Sénder: “A Jesús Vived Mairal”. Mecachis.
diumenge, 26 de maig del 2013
De moros y cantautores
Aunque sale poco
de casa, una vez cada quince días, John Trollope se encamina hacia la
lavandería. Atraviesa un par de manzanas y esas calles son más negras y brillantes.
Hace dos semanas
que estoy en Taifa y, cada día, cuando salgo de la parada de Joanic, cambio la
música que estoy escuchando por esta canción, “Hamabostean behin”, de Ruper Ordorika,
y sus escasos cuatro minutos me acompañan hasta que doblo el Canigó. La
escuché por primera vez en clase de euskara, en el instituto.
Mientras gira a
la izquierda en el edificio de Correos, John Trollope se acuerda de su sala de
estar. Hay tiendas griegas, un billar, hospitales, pero él piensa en su sala de
estar.
“Hamabostean
behin” es una de esas canciones extremas, perfectas, una de esas poquísimas
canciones que no debería terminar nunca pero que se estropearía si fuera
diez segundos más larga. A Ruper Ordorika no era difícil verlo pasar con su
bicicleta en dirección al parque de La Florida, donde la biblioteca. Ajeno a
la moda del rock radical, se empeñaba en construir hermosas melodías y poner
música a los versos de Bernardo Atxaga y Joseba Sarrionandia. No sé a partir de
cuándo, se hacía acompañar por una banda llamada los “mugalaris”. Aquellas
clases de euskara en el instituto fueron las primeras que recibí en mi vida.
Recuerdo que utilizábamos un diccionario llamado "Bi Mila" y que nos hacía mucha
gracia que la definición de mugalari dijera algo así: persona que ayuda a
cruzar la frontera de forma clandestina y que por el bien de nuestra sociedad
debería desaparecer.
John Trollope
sigue la línea de la acera para regresar a su casa. Se acuerda de su sala de
estar, conoce cada rincón de su sala de estar y, una vez en ella, siente la
nostalgia de su paseo, del paseo que da una vez cada quince días.
Mi hermano fue
uno de los últimos que aún estudió francés cuando a mí no me dejaban estudiar
euskara. Un día apareció con una cinta de casete de George Moustaki, se llamaba “Declaration”
y me la hacía escuchar mientras me traducía las letras. “Yo declaro el estado
de felicidad permanente”, comenzaba. Me acabó gustando, mucho, hasta hoy, que
leo que ha muerto y siento que hace tiempo que lo abandoné a su suerte. Las
canciones de Ruper transcurren... como si hacerlas fuera la tarea más natural y
sencilla del mundo; como las de Moustaki.
Matar un idioma
es muy difícil; dejarlo moribundo en el suelo, sanguinolento, es más sencillo y
tiende al sadismo. Basta con dejarlo en la escuela a merced de un idioma más
poderoso que lo golpee. Quizá por eso ya no quedan hermanos mayores que
obliguen a escuchar a Moustaki, o a Jacques Brel a los hermanos pequeños. Quizá por eso
mi euskara se tambalea esperando un último asalto.
Tenemos en el escaparate
de Taifa el libro de Sarrionandia “Som com moros dins la boira?”. Ayer me dijo
la representante de la editorial Pamiela que pronto tendría una reimpresión y
me enviaría un ejemplar de la traducción castellana. A través de ese libro ingente e
inabarcable se suceden las páginas con la sensación de que es el último libro
que nos queda por leer. Es difícil recomendarlo porque asusta, pero lo
mantenemos ahí por si alguien desea acometer la empresa de la eterna
fascinación. Estar en Taifa es un poco eso, ser un moro entre la niebla.
La única vez que
me atracaron en Vitoria, un yonqui me puso contra una pared mientras me apretaba
el cuello con el brazo. Con infinita inocencia me pidió todo mi dinero,
ignorante de que a un adolescente que regresaba a su casa por la Zapa, a esas
horas, ya no podía quedarle un duro. Constatado el hecho de mi pobreza, me
registró los bolsillos y sacó un casete de Moustaki de mi cazadora. Lo miró y
me preguntó: “¿esto qué es?”, y yo le dije que un cantautor francés (no
discutiremos ahora de nacionalidades). El volvió a mirarlo e insistió: “una puta
mierda, ¿no?”. Y yo, en aquel contexto, oportuno y traidor, le contesté que sí.
Un abrazo.
dimarts, 21 de maig del 2013
Killer71
L'Editorial Killer71 ens ha portat els seus llibres de poesia.
Edicions acurades
de poetes inèdits fins ara.
me gustaría tanto
ser un poeta
maldito
el pueblo
sufriendo
mientras yo
profundo medito
me gustaría tanto
ser un poeta
social
rostro quemado
por el aliento de
las multitudes
en cambio
aquí me ves
echándole sal
a esta sopa rala
que mal alcanzará
para dos
Paulo Leminski
de "Yo iba a ser Homero"
dijous, 16 de maig del 2013
Subscriure's a:
Missatges (Atom)