diumenge, 16 de juny del 2013

Marçal Pineda, librero

En el año 1949, la Llibreria Catalònia, por entonces Casa del Libro, publicó un resumen del dietario de uno de sus empleados como celebración de los 25 años de su fundación. Se titulaba "Veinticinco años de librería (Apuntes de un dependiente)" y lo redactó Carles Soldevila, por entonces Carlos, dándole al texto una gracia e ingenio incomparables. Dejo aquí un apunte con su fecha correspondiente por si a alguien le apetece reflexionar sobre ello.



15 diciembre de 1925

Vendemos mucho Blasco Ibáñez. La fama que ha ad­quirido en el extranjero está refluyendo sobre su cotiza­ción en España. Los literatos y los académicos siguen mirándolo con prevención, pero el público le acompaña en su «Vuelta al mundo de un novelista».
¿Y yo qué opino? En la tienda tengo siempre la opinión que conviene al cliente que estoy despachando. Si el cliente me dice: «¡Qué bien escribe Fulanito de Tal!», me apresuro a asentir: «Divinamente. Sus descripciones rebosan vida y color, sus diálogos son un derroche de inge­nio, sus reflexiones son destellos de luz». Si, por el contra­rio, al brindar una obra nueva advierto que el cliente frunce el ceño y suelta una sentencia condenatoria que tengo por inapelable, no me obstino, como algunos cole­gas, en imponerle mi propio gusto. Al contrario, sonrío, y murmuro: «Ah, usted es de los que no se dejan cazar en la trampa... Le felicito». Y corro a ofrecerle otra cosa, diciéndole: «Si no le gusta a usted Fulanito de Tal, estoy seguro que aprecia el enorme talento de Menganito de Cual, que es el reverso de la medalla... Aquí, nada de relumbrón, nada de truco. Aquí, verdadero arte y verdadero sentimiento... Ya verá usted qué novela...»
Un dependiente de librería no es un profesor de litera­tura, pienso yo. Está para servir al público, no para darle con la badila en los nudillos. Además, yo con mi cara de niño bobo, mi juventud y mi autodidactismo no puedo aspirar a ejercer una decisiva influencia sobre la clientela. Esto, si acaso vendrá con el tiempo, vendrá con las pri­meras canas, con los prime­ros o los segundos desenga­ños, con las insinuaciones del reuma, con las responsa­bilidades de una familia que todavía no he pensado en fundar. Ahora procuro ven­der libros y basta.
El editor I., con quién de­partí el otro día unos minutos sobre el tema, se indignó:
«No lo enfoca usted bien —me dijo—. El librero que se limita a seguir la corriente, sin esforzarse por elevar el gusto y educar el criterio del pú­blico, deserta de su deber. ¡Vaya ideal para un hombre joven, pletórico de energías! ¡Seguir la línea de mínima resistencia! ¡Vender lo que se vende solo y negarse a favorecer la venta de lo excelente y de lo nuevo! Usted no es un profesor de literatura: conforme. Pero si no siéndolo, posee usted unos adarmes de buen gusto y de sentido crítico, ¿con qué derecho se niega usted a ponerlos al servicio del país? Es como si yo, excusándome en que no soy médico, rehuyese el prestar ayuda a una persona que en mitad de la calle ha sufrido un accidente, o, porque no soy arquitecto, me encogiese de hombros bajo la viga carcomida que amenaza desplomarse... No, no, amiguito, hay que luchar con las armas que Dios ha puesto en nues­tras manos, por modestas que sean... ¡No faltaba más! Si yo aplicase a mi negoció su cómodo criterio, no editaría más que novelas verdes, novelas rosas y novelas policíacas».
Y, naturalmente, acabó recomendándome calurosa­mente la propaganda del último mamotreto que acaba de publicar y que desde el punto de vista comercial es un hueso.
De todos modos, aunque le inspire su interés personal, el hombre dice cosas atinadas que me obligan a un examen de conciencia. ¿Vender o educar? Tal vez la solución sea un «educar vendiendo», o un «vender educando », tan ponderado que el magister no perturbe jamás al comer­ciante. Porque, en resumidas cuentas, lo cierto e indiscu­tible es que a mí me dan un sueldo pura y simplemente para que venda libros.
Y aún queda en pie el problema capital que es saber si yo reúno el mínimo de cualidades necesarias para guiar a esos señores y esas señoras que frecuentan la librería. Podría ser que no: la vanidad no me ciega. Yo, también, leo la «Vuelta al mundo de un novelista».
Un abrazo a todos.

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